¿Alguna vez has sentido incomodidad cuando alguien ha resaltado tus virtudes? ¿Te has restado importancia cuando te felicitaban por algo que habías hecho de forma excelente? Presta atención a esa actitud y piensa: ¿Por qué crees que te comportas así? ¿Dónde está el origen de esta actitud?
Para muchas personas el momento más incómodo no es cuando les regañan o corrigen, sino cuando los halagan y los reconocen. Vivimos en una sociedad donde la humildad se confunde con la falta de reconocimiento, donde equiparamos la soberbia con la valoración. Decir “soy muy bueno en lo que hago” no es lo mismo que decir “soy el mejor en lo que hago”. En un caso me estoy valorando y, en otro, estoy desvalorizando a los demás para poder resaltar.
Cuando confundimos el valor de la humildad con el rechazo a la grandeza, cuando preferimos ser humildes como excusa para no enfrentarnos a nuestros mayores retos, lo que estamos haciendo en realidad es impedir que desarrollemos nuestra mejor versión. Alcanzar nuestros sueños pasa por creernos capaces de conseguirlos y esto implica mostrar seguridad, confianza y autoridad en según qué situaciones.
Conjugar la humildad con la autoestima es el equilibrio ideal para poder desarrollar nuestro máximo potencial. Esto es precisamente a lo que se refería Marianne Williamson cuando afirmaba que “nuestro miedo más profundo es que somos excesivamente poderosos” y que “es nuestra luz y no nuestra oscuridad la que más nos atemoriza”.
Vivimos en una sociedad que ensalza la discreción y la moderación como valores positivos. A menudo, esta creencia nos impide creer en nuestra valía.
Si además hemos nacido en un ambiente familiar en el que era mejor no destacar, es posible que nos convirtamos en personas cautelosas, incapaces de exponernos. Incluso en algunas circunstancias puede que, el hecho de querer ser «invisibles», responda a un comportamiento adaptativo e inconsciente.
Podemos observar muchas situaciones en nuestra infancia que se relacionan con esta actitud en la edad adulta: desde un niño al que continuamente lo castigan por no estarse quieto, hasta un ambiente familiar violento donde hacerse notar puede ser una razón para acabar siendo agredido. Este tipo de experiencias primigenias nos pueden predisponer a sentirnos más cómodos cuando nos mantenemos en un segundo plano.
Durante mucho tiempo nos hemos acostumbrado a nuestra forma de ser, producto de decisiones inconscientes. También están habituados a ello nuestra familia y nuestro entorno en general. La armonía del sistema familiar tiene relación con los acuerdos tácitos que se basan en el cumplimiento de los roles que cada miembro asume.
Si, por las circunstancias que sean, decidimos modificar nuestros hábitos y empezar a mostrarnos como somos, es probable que las personas con las que convivimos se resientan. Nuestro cambio obliga a los que nos rodean a plantearse la posibilidad de cambiar y eso es algo que, a veces, se recibe como un ataque.
Si empezamos a destacar y a comportarnos de un modo distinto al habitual, es posible que rompamos el equilibrio familiar.
Este tipo de dinámicas pueden relacionarse con un miedo inconsciente que nos lleva a desplazar en otras personas ciertas capacidades que no nos creemos capaces de sostener. Es muy cómodo pensar que no somos capaces de hacer algo y, de este modo, eludir la responsabilidad de afrontar nuestros miedos. Sin embargo, no debemos olvidar que siempre podemos aprovechar las experiencias que nos rodean para conocer aquellos aspectos propios que todavía están por desarrollar.